miércoles, 15 de diciembre de 2010

Taxi Driver Bogotá

Al ritmo de la salsa calenturienta de Eddie Santiago a todo volumen, un conductor de taxi, que en su silla de bolitas de madera se ubica en un ángulo de 150°, impidiendo que en el puesto de atrás se siente una persona (aunque el carro que maneja supuestamente cumple la función de llevar pasajeros) va buscando un impotente cliente que deba someterse sin más opciones a su arbitraria voluntad.

Solamente podrá ingresar a ese vehículo, que con sus luces neón y sus pantallas miniatura parece la versión rodante de una rockola de cantina, aquel que tenga la suerte de dirigirse al lugar al que el conductor quiera llevar ese remedo de nave, aunque su trabajo debería ser transportar a los ciudadanos al sitio que ellos necesiten ir.

Una vez conseguido el pasajero o contribuyente de ese mini reino, este deberá sentarse como pueda en el palacete del príncipe chofer, soportar la punzada que penetra la nariz por culpa de un ambientador más empalagoso que unas brevas con arequipe y salsa de guayaba y agarrarse de donde pueda para que cada frenada no le disloque el cuello, como parece haberlo hecho ya con el perro que va en la repisa del carro.

El casi siempre necesitado, y por lo tanto sometido pasajero, debe resignarse a ver cómo el conductor gira hábil e irresponsablemente el pequeño timón café imitación madera, mientras un cronómetro de dígitos rojos contabiliza los segundos o la cantidad de huecos que el carro sobrepasa a la misma velocidad que el chofer gira el timón, velocidad similar con la que reserva otra carrera en el ilegible y ensordecedor radioteléfono. No hay semáforos, señales de pare o contravías que detengan el afán del conductor.

Por fin termina el arriesgado recorrido al que chofer y pasajero milagrosamente sobreviven y lo que parecía ser un cronómetro, resulta ser un sospechoso taxímetro. El conductor, como todo aquel que conoce a la perfección su trabajo, dice sin dudar, al tiempo que pisa el freno, el valor del servicio. El pasajero prevenido pide la tabla de tarifas, que se encuentra únicamente al alcance del taxista al lado izquierdo del timoncito y allí descubre con ingenuidad que el conductor al parecer no hizo la primaria, pues o no sabe leer o hace multiplicaciones equivocadas por lo cual cobra más de lo que debe.

Al haber aclarado el valor, $8.500, el pasajero entrega un billete de $10.000, pero a juzgar por la transformación de la cara del taxista y la rabia con la que aprieta la barra de cambios de peluche, se podría pensar que la Policarpa del billete asesinó a sus familiares o le hizo algún daño irreparable. Pero no, todo se debe a que no tiene vueltas. A pesar de que el pasajero está pagando por su servicio, todavía tiene una deuda más con el conductor, debe darle la suma exacta, más conocida como sencillo o suelto, o de lo contrario deberá emprender la búsqueda de alguien que le cambie el billete a menos de que quiera ser insultado por el conductor o incluso agredido.

Una vez terminado el “servicio”, el taxista coincide con sus colegas para planear un nuevo paro, si es que el alcalde de turno llega a mencionar algo que pueda poner en riesgo su tradicional e inmodificable método de trabajo; esto con el beneplácito de uno de los dueños de Bogotá: Don Uldarico. Esto último no sin antes haber aclarado al pasajero que la prima navideña es de mil pesos adicionales.
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Actualización: Ahora se puede denunciar a los taxistas que no recojan a los pasajeros