miércoles, 25 de mayo de 2011

Encuentro con Gómez Jattin, el loco de las medias rojas


No puedo decir con precisión qué año era, entre el 89 y 91, época en la que no tenía ni idea qué era la poesía, igual que ahora. Vivía cerca de la Universidad Javeriana, más exactamente donde para ese entonces funcionaba el Instituto Neurológico, edificación a la que 13 años después, tal vez por inercia, regresé a buscar el depreciado y despreciado título de comunicador, en medio de algunos despistados que no se enteraron de que el edificio dejó de ser un hospital mental para convertirse en la facultad de comunicación. 

Todos los días al regresar del colegio con mis pantalones cortos del uniforme, tenía que completar una extenuante escalada desde la carrera séptima, donde me dejaba la ruta, hasta la transversal cuarta de la mano de Fidelina, la empleada que nos acompañó durante toda la infancia. Un día cualquiera, ya con ganas de coronar esa cima que con mis cortos pasos era casi inalcanzable, vi a un hombre sin zapatos y con unas medias rojas sentado frente al edificio. Se trataba de un loco, un gamín o alguno de esos personajes abyectos más típicos del centro que de mi barrio quien, por supuesto, no era uno de los vecinos; entre 8 apartamentos era fácil reconocer a toda esa gente de bien.

Motivado por las ideas paranoicas implantadas por mi mamá, las mamás de mis amigos o las mamás desconocidas, supe que a un tipo como ese debería tenerle miedo, por lo cual me resistí a seguir avanzando y entrar al edificio. Sin embargo, Fidelina con la ausencia de miedo que deja enterrar a tres hijos asesinados, me agarró más fuerte la mano y llevándome detrás su metro y medio me dio la tranquilidad para seguir avanzando, sumado a que ese hombre, que para nuestro tamañito era un gigante, a pesar de su gruesísima voz tenía una actitud calmada acentuada por palabras amables que salían de su boca sin dientes.

Finalmente entré al edificio sin detener la mirada en la sonrisa agujereada del hombre, y al entrar al apartamento todavía con algo de miedo le conté a mi mamá lo sucedido. La presencia del hombre descalzo no era nueva para ella, pues ya se lo había cruzado más temprano y seguramente había experimentado el mismo miedo. Se trataba de alguien desconocido que sin mayores explicaciones se instaló en el antejardín del edificio y estuvo toda la mañana allí. Ya los vecinos lo habían notado y fue inevitable hablar del nuevo inquilino sin pensar en lo inconveniente e inseguro que era tener un loco en la entrada.

Pasaron un par de días y el hombre seguía allí, se ausentaba por momentos pero terminaba regresando siempre, haciendo de ese pedazo de calle el lugar en el que veía pasar el tiempo y quién sabe qué más cosas. A pesar de su aspecto y de su evidente desadaptación a la vida ordinaria, los vecinos terminaron cogiéndole confianza, pues evidentemente era un hombre culto y tenía buenos modales. Él insistía en ofrecer clases de inglés a las amas de casa y a los más jóvenes asesorías en tareas, ofrecimiento que por supuesto no era aceptado pues la confianza no daba para tanto.

En medio de los rumores sobre su origen prestante, su estadía se fue prolongando por varias semanas sin que nadie pudiera averiguar a ciencia cierta quién era o si creerle las cosas que decía, como que era poeta. Contra todos los pronósticos y sin decirlo francamente, cada vecino de alguna forma, en cierta medida soterrada, fue adoptando al loco descalzo. Algunos le daban comida, otros alguna chaqueta o saco viejo e incluso uno de ellos cedió un carro viejo y abandonado para que pudiera pasar allí las noches.

Súbitamente un día desapareció así como llegó. Todos quedaron con la incertidumbre de su destino, con la tranquilidad de que el edificio ya no tendría un loco a la entrada, pero también con una pizca de nostalgia que posiblemente nadie era capaz de confesar. Con el tiempo los vecinos fueron comprobando que lo que decía era verdad, que se llamaba Raúl Gómez Jattin, que era un poeta cereteano de prestigio entre los conocedores, pero con una teja corrida que nunca volvió a su lugar y al parecer cada vez se corrió más.

Al pasar de los años, cuando ya no vivíamos por la Javeriana, la prensa registró la muerte de Gómez Jattin en Cartagena, atropellado por un bus. Inevitablemente revivió el recuerdo del loco de las medias rojas y, con seguridad, un sentimiento de pesar embargó a los que fuimos sus vecinos por unas cuantas semanas. Todos nos quedamos con la idea típica del genio desadaptado o del loco plácido, esa imagen ideal y recurrente que usan muchos para entender la vida de los autores que en vida muy pocos conocen -a menos de que en un arranque de demencia se ubiquen a la entrada de su edificio- y que se vuelven más famosos cuando sus obras son apreciadas con el tiempo.

Escuche acá, recitados por él mismo, algunos de los poemas de Gómez Jattin.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Procesos de selección, migajas para el hambriento


No hace falta ser un desempleado para saber que encontrar trabajo en esta tierra de los buses y los almuerzos ejecutivos es una de las misiones más difíciles que hay. No sólo por el alto índice de desempleo, que aqueja al país desde que yo tengo memoria, sino porque los contratantes presumen que el empleado -o desempleado- promedio es como un mendigo hambreado, lo cual no siempre es errado, aunque los legitime para tratar a sus aspirantes como tal.

El orden y los componentes de los procesos pueden variar, pero algunos incluyen pruebas “psicotécnicas”, dinámicas grupales, reuniones con psicólogos, gerentes, subgerentes, jefes de personal, mensajeros y demás personas que la empresa considere que deben ser consultadas antes de contratar al nuevo empleado.

¿Qué decir de las pruebas? Además de que son probablemente más aburridas de completar y más largas que el Icfes, traen preguntas que después de generar un gran interrogante, producen risa. No sé muy bien qué se supone que debe responder uno cuando le preguntan si frente a una dificultad con el jefe debe reclamarle inmediatamente de manera airada o quedarse callado por siempre (estoy inventándome la pregunta, pero su obvio extremismo es más o menos así). Lo que estas pruebas buscan  es dejar en evidencia al participante, de otra forma no repetirían las mismas preguntas 10 veces en intervalos de 3 preguntas.

Cuando uno logra sobrevivir a esto, llega la que a mi juicio es la parte más divertida de todas: las dinámicas grupales. Además de que fácilmente pueden poner a todos los hambrientos de trabajo en situaciones ridículas e incluso histriónicas, el deseo de ganar saca lo mejor que cada uno supone que tiene por dar. Es así como todos empiezan a hablar duro, a imponer su punto de vista y a sobreactuarse, presumiendo que de esta forma harán gala de un liderazgo que los hará lucir como el empleado ideal; y no dudo que la estrategia sea efectiva ante los evaluadores.

Una vez superada esta etapa, ojalá sin haberle hecho vudú a nadie, tendrá que enfrentarse cara a cara a una o varias personas que tratarán de entender exactamente quién es usted y si podría desempeñar el trabajo que se ofrece sin matar a sus compañeros o lanzarse por la ventana de la oficina. Esto sin tener en cuenta que también pueden ir hasta su casa a revisar si lavó los calzoncillos del día anterior o si su mascota rasguña los muebles, concluyendo así con una llamada a quienes usted incluyó como referencias; ellos también vivirán un interrogatorio que sería más sencillo si lo hiciera el FBI.

A pesar de que usted cumpla con todos estos pasos, así haya tenido que abandonar su trabajo varias veces o montarse en tres busetas para llegar a tiempo a las entrevistas, jamás sabrá la razón por la que no quedó seleccionado y por el contrario, pasando por la vergüenza de lucir muy desesperado, debe llamar para que tengan la gentileza de informarle si todo este tiempo invertido por usted sirvió de algo, así sea para legitimar un proceso que posiblemente ya estaba definido antes de empezar.

Una vez terminado un proceso más,  usted tendrá que empezar una nueva búsqueda hasta que al fin, algún día, pueda conseguir un trabajo que le permita sobrevivir, recuperar la calma, salvar la autoestima y aspirar a procesos futuros iguales o aún más largos y desgastantes. Yo por mi parte, después de escribir esto y sabiendo que la búsqueda en Google de rigor le dará argumentos suficientes a los departamentos de recursos humanos para presumir que no soy apto para el trabajo, desde ya toco las puertas en el mundo Herbalife, para ver si logro ser mi propio jefe, ganar plata fácil e incrementar mis ganancias.

¿Quiere bajar de peso? Pregúnteme cómo…

jueves, 12 de mayo de 2011

El nazi criollo, aquí entre nos


Una edición reciente de la revista Semana, publicada en semana santa, puso a hablar a todo el país, pero a mi mamá y a mis tías las puso a hablar el doble, y eso es mucho decir. Uno de los integrantes de esta familia, más exactamente un primo-tío en segundo grado y de tercera categoría, apareció en primer plano alzando su mano mestiza, así como lo hacían en la Alemania de los cuarenta.

Este personaje que he visto aproximadamente 4 veces en mi vida, sin contar la foto de Semana, siempre aparecía para hablar sobre nuestros antepasados de la realeza española, para hablar maravillas de la obra de Franco en España, para mostrarle a los más ingenuos la rebuscada e inventada heráldica familiar y demás pretensiones que al parecer sólo le servían a él para convencerse de que podía algún día ser un comandante nazi, así significara encarnar el oxímoron de ser un nazi criollo. Después de muchos años su sueño se hizo realidad y ahora es el jefe honorario de unos rapados que probablemente, si Hitler viviera, ya estarían en alguna cámara de gas.

Lo que este personaje que se anda autoproclamando español (posiblemente porque por un tiempo vivió en la España de Franco), parece desconocer o ha decidido bloquear en su mente, es que su abuela decía, probablemente con un arribismo idéntico al que se apoderó de él, que eran descendientes directos del cacique Calarcá, cuyo nombre sirvió para bautizar la tierra en la que nació una rama de esta familia.

Fue Calarcá también la que vio nacer a militantes de la izquierda más radical, pertenecientes también a esta familia, personajes que por abrir la boca cuando no se debía alcanzaron a llegar al cantón norte para ser torturados, mientras otros con nuestra misma sangre ya habían visitado el Cantón norte pero para robar fusiles; al final terminaron viviendo en otros países para evitar ser abono joven para una tierra que siempre se ha regado con sangre familiar.

Mi generación y la de mis primos somos fruto de ese péndulo radical que toca la derecha más pretenciosa y la izquierda más obstinada, condición que compartimos con muchos de nuestra generación, quienes saben bien el fracaso de torpes fanatismos y de hecho lo han experimentado con relativa cercanía, como nosotros. Gracias todo eso somos parte de la generación “equis”, una generación desencantada y desidiosa que ya describió muy bien en una columna Ricardo Silva.