jueves, 5 de agosto de 2010

Fin a la fiesta brava, larga vida al traje de luces


Que el toro es un animal creado exclusivamente para ser "lidiado" y, por ende, cumplida su función vital debe morir; que el toreo es un noble arte que habla bien de las evolucionadas prácticas culturales de la humanidad; que los condumios hacen parte esencial de la irremplazable dieta de algunos humanos, y otros argumentos similares hacen parte del discurso de quienes defienden la tauromaquia.

Sin embargo, hace algunos días la discusión taurina en Colombia, remarcada por la reciente prohibición del toreo en Cataluña, despertó también a los más acérrimos detractores de esta tradicional práctica. No pretendo ahondar en que me parece una tortura innecesaria frente a un ser vivo, que lo lleva a una muerte cruel que podría ser suprimida sin consecuencias fatales para ningún humano, y tampoco me voy a referir a la urticaria que me generan los acérrimos defensores de la tauromaquia, pues se muestran como una especie de diosecillos que pretenden determinar el destino de la naturaleza entera.

No pretendo tampoco posar de rebelde que va los domingos con pancartas a tirar tomates a la plaza de toros o que lleva un parche en la chaqueta que reza el ya manido lema "tortura no es arte ni cultura", porque también me sabe a cacho de toro muerto esa actitud adolescente de casarse con causas inmediatas. Por el contrario, creo que hay algo del mundo taurino que merece conservarse intacto y pasar a la historia: el traje de luces.

¿Qué persona en sus cabales anhela lucir tal vestimenta? Como si el brillo propio de la lentejuela y el hilo dorado no fuera suficiente, el traje, para comenzar por lo bajo, se compone de unas particulares zapatillas que envidiaría cualquier bailarina. Estos delicados zapaticos recubren unas medias veladas de color fucsia que, a juzgar por su extensión, las vendedoras del Only deben catalogar como media-media, estas también cuentan con el coqueto detalle de un moño superior, que según una página de internet, y sin ánimo de sonar irónico, se llaman "machos".

Continuamos subiendo en este iluminado recorrido por el traje torero y llegamos al pantalón, prenda sobre la cual no hay mucho que decir y, para conservar la cordura, tampoco hay mucho que ver más allá de la inevitable escena imaginaria de un matador llenándose las piernas de mantequilla para poder ingresar en tales pantalones. Siguiendo el apretado camino, para albergar una delgada corbatica, aparece una chaquetilla ombliguera (así como el vestuario de nuestro presidente saliente) que lleva unas hombreras como las que usaban mis primas en los años ochenta, por supuesto llenas de brillo.

Pero como nunca es suficiente en el estrafalario ropero taurino, el torero sale con un sombrerito coqueto que lanza hacia atrás cual ramo de novia, y sigue su camino en puntas de pies; la cereza de este postre taurino es el retazo de pelo, o exactamente conocido como coleta, que llevan los toreros en la parte trasera de  su cabeza, similar a la del peinado de una abuela que hace una especie de esfera con su pelo.

Anhelando el fin de la tauromaquia, me gustaría entonces que llegara el día en el que la gente pudiera asistir a la ex-plaza de toros a ver espectáculos teatrales o musicales con zapatillas que alguna vez utilizaron unos personajes que dedicaban su vida a fastidiar toros o con la chaquetilla de hombreras combinada con jeans o, para los más osados y persistentes (porque seguramente la postura de esta prenda se necesitan un par de horas) el pantalón de luces, que en mi humilde concepto en adelante no debería mostrar tanto las pilas en la parte delantera.

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