miércoles, 9 de febrero de 2011

En Andrés, gastando lo del mes y comprobando lo malo que es

Llevado por uno de esos compromisos ineludibles y con el riesgo siempre latente de ser tildado de antisocial o ermitaño en caso de no aceptar la invitación a una fiesta, regresé, después de varios años y para mi desgracia, al anhelado, prestigioso y concurrido “rumbiadero-restaurante-bar-vitrina-legitimador” Andrés Carne de res.

En la adolescencia no fue necesario que pisara por primera vez ese santuario de la chatarra y la colombianidad para tenerle repulsión, vaya uno a saber porqué, pero esa injustificada antipatía se fue convirtiendo en un cúmulo de razones cuando, por la inercia grupal, terminé metido allí al finalizar la época de colegio y empezando la universidad. Fue entonces cuando me di cuenta de que eso de andar buscando la aprobación de un pelafustán de 2 metros, que define quién entra y quién no al lugar al que ese mismo pelafustán, si no fuera empleado nunca entraría, era la más burda muestra de arribismo. Sumado a esto, de contar con el aval del peliparado engominado de la entrada, la parte consumible del cover a duras penas me alcanzaría para la mitad de una cerveza que costaba lo que en cualquier otro lugar, con menos “arte”, me alcanzaría para una borrachera desmedida.

A pesar de esta predisposición, el fin de semana pasado estaba nuevamente allí con los ojos atentos para encontrar asidero a cada uno de los motivos que he tenía para no querer pisar ese lugar y tomando atenta nota para escribir este texto de desahogo, ya que no seguiría el consejo que un buen amigo me dio cuando supo que estaba entrando a ese lugar: “inmólese”.

La decoración de Andrés (a secas, así como al parque de la 93 se le dice “el parque”, al fin y al cabo parecen ser los únicos) invariablemente mantiene un toque de transgresión de la más barata, de esa que los abuelos denominan como sicodelia: “ese lugar es todo sicodélico”, con platos pegados al techo, tapas de gaseosa pegadas a la pared, y posiblemente en los próximos días un inodoro al lado de las mesas y cosas así de locas.

Y para que combinen con la decoración, en Andrés prefieren contratar estudiantes desaliñados  que no vayan a reñir con la pinta de los clientes. Estos meseros son tuteadores profesionales y parecen reclutados de cualquier facultad de artes o diseño; por supuesto si ellos fueran como clientes, los enchaquetados de la entrada, que escrutan a todo cliente con visión de rayos x, tampoco los dejarían entrar.

Quienes sí tienen vía libre son todos aquellos que ostenten el título de subgerente o gerente, en lo posible con un cartón de ingeniero, y que se haga llamar entre sus amigos “ingeniero Perez” o, con tono recochero, “ingeniebrio”; también caben otros profesionales que sean dignos de un apelativo de doctor, incluso entre sus propios amigos: “ole doctor”. Pero la clave para que estos detalles se hagan evidentes es ir con unos jeans apretados, que guarden dentro de sí el extremo de una camisa de las que llevan en el pecho algún animal, ya sea un caballo, un águila o un lagarto. Es muy importante también el pelo muy corto, con patillas que lleguen a la mitad de la oreja, de tal forma que cualquiera de los sombreros de cinta colombiana o las coronas que los titulan como reyes de la rumba no impidan su lucimiento.

Una vez comienza el baile, al son de cualquier reggaetón o tropipop del momento, esquivando las caravanas de tristes actores que interpretan a borrachos bulliciosos aún más tristes, los ingenieros de camisa de animalito son acompañados por toda la comunidad rumbera de la pre-tercera edad. Todos ellos, sospechosamente evidenciando su carácter parrandero y ánimo jubiloso, no dudan en hacer gala de sus tradicionales movimientos de baile de club con orquesta de Lucho Bermudez, pero en este caso aplicados a la música de Daddy Yankee, Mauricio palo de agua o el insoportable Pa-panamericano.

El momento cumbre de la fiesta llega cuando la masa informe, despojada ya del asco habitual y en pleno roce de sudores de güisqui o aguardiente, oye el meneíto, el aserejé o la macarena. Es entonces cuando como autómatas, a pesar de cargar con una borrachera que los hace inútiles hasta para caminar, retoman la cordura y activando el  chip coreográfico se mueven al unísono como si toda su vida estuviera destinada a hacer alguno de estos bailes. De la misma forma, al comenzar el vallenato de Silvestre Dangond, las tradiciones culturales de toqueteo se apoderan de los hipermachos que, justificados por el alcohol, dan rienda suelta a cualquier tradición cultural.

Una mezcla de tropipop, alcohol, reggaetón, camisas con animales en el pecho, tristes actores, chatarra resignificada, sombreros colombianos y caldo, es ideal para aflorar pasiones que comienzan con una sonrisa coqueta con la ceja levanta y terminan con una sonrisa violentamente ampliada y la ceja rota, como el hecho aquí descrito y protagonizado por los colombianos de bien, sobre todo los de más bien, público ideal para frecuentar el lugar más famoso de Colombia: Andrés Carne de res.