miércoles, 9 de marzo de 2011

Cartagening Hilton


He estado de vacaciones 3 veces en Cartagena, y por supuesto que he hecho lo que todo rolo blancucho debería hacer allí: conocer el castillo de San Felipe y tomarme fotos con un sombrero sudado de pirata, meterme en los zapatos viejos y en ese mar que es más sucio que un zapato viejo, comer en el imperio de Juan del Mar en la ciudad amurallada, pasear en coche, insolarme en un hotel de esos de catálogo, salir de rumba a los sitios que son una copia idéntica y sin gracia del rumbiadero bogotano de moda, ser presa de los millones de vendedores que salivan al ver mi pinta de cachaco, etc. Pero nunca conocí mejor a Cartagena como hace pocos días, que fui a trabajar y no estuve ni siquiera un día completo.

Con mi inocultable pinta de cachaco y con la experiencia vacacional previa, al llegar al aeropuerto esperaba una avalancha de taxistas diciendo cosas incomprensibles en costeñol y dispuestos a vaciar mi billetera con cualquier recorrido; sin embargo, esta vez a las 9 de la mañana, en temporada baja y sin ningún festival en el cronograma cartagenero, posiblemente para ellos era sólo un desgaste ir hasta ese lugar en el que no encontrarían extranjeros a los cuales chupar la sangre. Por fortuna, había un cartagenero de la empresa esperándome allí, quien al son del poco caribeño Santiago Cruz y Ricardo Arjona no podía disimular su risita al ver que yo con el juicio de un rolo exagerado me ponía el cinturón de seguridad.

Emprendimos entonces el camino y él, como buen anfitrión obligado, se dedicaba a mostrarme por el camino algunas nuevas construcciones irrelevantes y sin terminar que parecían despojos de las fiestas de cualquiera de los festivales que se hacen en Cartagena, con el agravante de que nadie trabajaba para que algún día fueran algo habitable y terminado. La cita extrañamente había sido programada a las 9:00 a.m., diez minutos después de que el avión pusiera sus llantas en la ciudad, y a pesar de mi afán y preocupación por el evidente retraso, allá a nadie le importaba si empezábamos a la reunión a las 10, 11, 12 o incluso si no la empezábamos.

El camino era una carretera sucia (y nueva) con dos carriles diminutos, aptos para ser transitados solamente por R4s; a los lados nunca hubo una construcción de más de dos pisos y muchas de las de un solo piso eran de ese palo viejo de pintura opaca y desgastada. La gente cruzaba las calles también sin el afán mínimo de salvar la vida, otros estaban en el andén mirando qué pasaba por ahí y nuestro carro parecía una novedad en sus vidas, pero lo seguían solamente hasta donde da el extremo de los ojos. Allí todo funciona diferente y parece que reina la desidia. Todo funciona diferente a esa Cartagena que se ofrece muy elegante al turista. Todo funciona diferente a la Cartagena que sale en televisión cuando llega Rubén Blades al Hay Festival, Willem Dafoe al festival de cine, Javier Bardem a hacer una película o Poncho Rentería a cualquier evento.

La Cartagena sin murallas probablemente tiene menos gracia que Ibagué y es habitada por cientos de miles de personas que, si no fuera por la desidia cartagenera, fácilmente podrían tumbar las murallas que protegen a Juan del Mar y a Raimundo Angulo a punta de piedras, machetes y frustración. Sin embargo, la inercia de esa ciudad hace que la mayoría de cartageneros se dediquen a nutrir la opulencia amurallada y seguramente, sin mayores afanes, se dedican a hacer trencitas y masajes en la playa, a vender ostras asoleadas o simplemente a robar a pálidos portadores de sombrero vueltiao.

No obstante, sigue siendo el lugar preferido para convertir la cabeza en una maraca a punta de trencitas playeras, colorear la piel con el tono de la camiseta del América de Cali y tomarse fotos, que saldrán en la revista Caras, en matrimonios de guayabera y en los peores casos de pareos. La mejor representación de Cartagena fue el famoso episodio de señorita Guainía, quien sin sonrojarse dijo en su propio inglés que estaba “felicitin in Cartagening Hilton”. Así es la ciudad amurallada, que muestra una cara pretenciosa pero que se pudre por dentro (en este caso por fuera) y que en su mayoría no tiene ninguna gracia. Una vez hecho el trabajo por el cual fuí a esta ciudad, que a pesar de haber pisado 3 veces y por más tiempo no conocía, regresé a Bogotá, de la cual ya es mejor ni hablar.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Depues de mucho pasar a visitar este blog, finalmente encuentro un nuevo post. Buen retrato de la real cartagena...

DiMogno dijo...

Estimado Anónimo, muchas gracias por la(s) visita(s). Espero que la para la próxima pasada encuentre alguna cosa nueva, pero entenderá que la vida del asalariado promedio implica 2 horas de recorrido casa-oficina oficina-casa y a duras penas un ratico para la novela de las 9.